Tengo la ingenua costumbre de pensar que todo va a salir bien, y por ello me tomo el tiempo justo para hacerlo todo, incluso esta columna. El caso es que hace unos días tenía cita con el Equipo de Valoración de Incapacidades, que debía evaluar mi situación actual, y salí de casa 20 minutos antes. Tiempo de sobra para llegar a Murcia desde Alcantarilla y con un poco de suerte aparcar. Me equivoqué.
Ese día aprendí que, a las 8,30 de la mañana, es necesario el doble de tiempo para cubrir el mismo trayecto. Y, por si fuera poco, que aparcar a primera hora de la mañana en el barrio de San Antón equivale a buscar el arca perdida en el Ártico, por lo menos. Dos lecciones por el precio de una.
El funcionario de la puerta, muy diligente, me avisó de que llegaba tarde. Yo, que suelo ser prudente y callada, me quejé amargamente de la última hora de mi vida ante la mirada de varios asistentes, incluido un muy amable y cordial vigilante jurado de pelo cano que, con su saber estar, me intimidó. Aquí vienen de toda la región, me dijo, y con eso anuló mis argumentos. Por que no puedo imaginarme cómo lo logran.
Al final, conforme, esperaré a que puedan hacerme un hueco dándole vueltas a la cabeza para llegar a la conclusión de que lo mejor, para la próxima ocasión, será tomar media hora de margen y buscar, por si acaso, un chofer dispuesto a perder otro tanto de tiempo buscando aparcamiento por mí.